22 enero 2010

Ella era simplemente un alma misteriosa. Sonreía tanto como impresión causaba su simple presencia. Se dejaba amar con tal pasmosa facilidad que se la podía odiar por ello. Era reina y súbdita. Era caos y tranquilidad. Era fuego y hielo. Era mentira y verdad.
Lo era todo a la vez.
Actuaba en su vida y vivía en su actuación. Tiraba lo que creaba. Tarareaba canciones incompletas. Sonreía y enseñaba sus pequeños colmillos a la vez que arrugaba su nariz. Se pintaba una mejilla más que otra. Se le corría el rímel por las noches al llorar. El sol cambiaba el color de sus ojos. La luna cambiaba el olor de su piel.

Años más tarde, ya sentados en sus viejos butacones con las manos arrugadas sobre sus regazos, todos los hombres que la amaron comenzaron a recordarla. Y su recuerdo amargo les llevó a la conclusión de que ella nunca amó ni supo ser amada.
Y esa era la gran mentira.
Ella vivió tan intensamente el amor como sufrió sus batallas perdidas.

Lo que ellos nunca supieron es que ella eligió ser una mujer de paso. Una femme con fecha de caducidad. Una de esas personas que la vida les puso para, precisamente, comprender qué era aspirar a la felicidad.

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